4.05.2007

Aquella maldita mañana.

Abrí los ojos con ligereza. Allí estaba. La pecera de mi hermano. Aquella que compró cuando yo aún iba al instituto. Al final, los peces terminaron por morir y se convirtió en un burlón pedazo de pantano. Al principio, aquellos animalillos multicolores bailoteaban entre las algas y los troncos. Pero un buen día, el dueño de la pajarería le habló de un pez nuevo que le acababa de llegar. Un "luchador japonés". Era muy bonito. De color negro por el centro y de un azul profundo y hermoso por detrás, por la aleta caudal. El muy hijo de puta gastaba malas pulgas. En menos de dos días había acabado con la vida de los otros incautos. El pajarero nos avisó de que únicamente se volvía agresivo en presencia de machos de la misma especie. Supongo que no se informó bien.

Pues sí, allí estaba, el luchador japonés. Dando vueltas dentro de mi televisor. Me resultó extraño ver la pecera de mi hermano dentro de mi televisor. Cerré los ojos y volví a sumergirme en los recuerdos. Recordé cuando Isabel me llamó aquella maldita mañana. Había algunas cosas en su piso que le gustaría que yo recogiese. Le resultaba violento verlas por allí...

-¿Está mi hermano contigo?- Le pregunté.
-No, tu hermano no está aquí. Está trabajando y no tiene nada que ver con esto.- Ella siempre contestaba de manera tajante cuando mi hermano salía a colación.
-Mejor, no tengo ganas de montar un numerito. Pero antes me gustaría saber de qué se trata.-

Se produjo aquel silencio incómodo de costumbre. Pero al final, ella cedió.

-Sabes que a mí no me molestan tus cosas. Pero realmente el piso es pequeño y, por ejemplo, el mechero se pasa el día de un estante a otro cuando limpiamos. Ya sabes que aquí no se fuma...

-Ahora...- Susurré. Y sin dejar que preguntara le dije que me pasaría a mediodía.


Abrí otra vez los ojos en la oscuridad. Recordé aquella frase de Oscar Wilde: "No hay nada como el amor de una mujer casada. Es una cosa de la que ningún marido tiene la menor idea". Ahora la televisión estaba apagada. No había peces. Sentí como los párpados me empujaban de nuevo hacia el sueño...

Esa mañana salí con mi viejo Ford hacia su casa. Ni siquiera sé por qué lo hice. Supongo que, en el fondo, aún tenía ganas de volver a verla. Me pasé todo el viaje dándole vueltas a la cabeza. Las dos personas que más quería, en un giro cachondo del destino, me habían dejado fuera de juego. Totalmente. Cuando llegué al piso entré sin saludar y sin muchas contemplaciones, esperando encontrar una caja de cartón o algo por el estilo. En su lugar estaba mi mechero, el que ella me regaló, encima de la mesa del salón. Las palabras surgieron como un torrente.

-Dime una cosa, por favor. ¿Qué coños era lo que buscabas de mí? ¿Qué es eso que buscabas que yo nunca te he podido ofrecer y él sí?

Obtuve un silencio por respuesta. Después de todo ella no había cambiado tanto con respecto a mí. Decidí seguir hablando. Había muchas cosas que me había guardado para no hacerle daño y sentía que estaban empezando a agitarse en mi interior, buscando una salida. Pero otra vez me pudo ese sentimiento interior que me inducía a protegerla.

-Es igual. Esto no tiene ningún sentido.- Cogí el mechero y la miré. Ella estaba apoyada en el quicio de la puerta. Qué apropiado. Su cara transmitía una tristeza infinita. Aún así seguía siendo la cosa más bonita que había visto en mi vida. -Mira, lo demás puedes tirarlo. Nunca le he dado demasiado valor a las cosas materiales.-

Empecé a andar hacia la puerta y al pasar junto a ella sentí de nuevo su olor. Todos los momentos que pasamos vinieron de golpe y me frené. Ella pasó un brazo por encima de mi hombro, intentando buscar las palabras. Por sus mejillas empezaron a rodar dos lágrimas y mi alma se rompió en pedazos. La agarré de la cintura y la besé. Sin siquiera pensarlo. La besé sabiendo que era la última vez que lo haría. Sabiendo que ella lo había significado todo para mí y que me abandonó por mi propio hermano. Mi hermano, lo único que me quedaba, junto con ella.

En un momento estábamos en el sofá, desnudos. Me sentía tan triste que tenía ganas de llorar. Y aún así, estaba sucediendo lo que yo quería. Aunque las circunstancias eran totalmente diferentes a lo que esperaba. Estuvimos follando una media hora. A cada segundo que pasaba me sentía más triste y más vacío. Realmente, no sé si lo había hecho porque la quería, por devolverle "el favor" a mi hermano o, sencillamente, porque llevaba semanas sin tener relaciones con otra mujer.

Cuando terminamos ni siquiera di tiempo para provocar otra situación difícil. Me levanté, me puse mi ropa, cogí el puto mechero y me marché. Bajando por el ascensor me miré al espejo y me sentí tan vacío que pensé que algo dentro de mí había muerto. Antes de salir le dediqué una mueca al tipo de enfrente y dije -Te jodes. Por imbécil.- No sé si hablaba conmigo mismo o con mi hermano. Me subí de nuevo en el Ford y busqué en mis bolsillos el paquete de tabaco. Me lo había dejado en el piso. Me imaginé a mi hermano volviendo a casa y encontrándoselo allí. Abrí la ventanilla y tiré el puto mechero.


(El camino hacia las sombras).

No hay comentarios: