3.28.2007

Los ojos de la desesperación

Escaparme de casa se había convertido en una costumbre. No importaba cual fuera la excusa. Aunque supongo que los golpes siempre ayudan. Había estado corriendo por el olivar hasta quedar sin aliento. Era una zona bastante tranquila y apartada. Después de subir una loma y pasar de largo un caserón abandonado había un calvero con una encina en el centro. Era un árbol bastante viejo. Me gustaba trepar por sus ramas y sentarme arriba. Me daba una perspectiva diferente, supongo que superior en alguna forma. Ella lo llamaba mi eterno refugio.

Antes de la puesta de sol ya me había encontrado. Esta vez no lloraba desconsolado como la primera vez que nos vimos. Me saludó sin prestarme mucha atención. Sabía que me molestaba que mirase los moratones. Empezamos a charlar, como siempre, de todos los países que había visitado. Era emocionante imaginar todos esos sitios que algún día podríamos visitar juntos. El sol se puso sin pena ni gloria.


Caminamos de regreso, por el olivar, hasta las primeras casas. Observábamos la plaza del pueblo. Escuchamos unos gritos de la calle del supermercado y nos detuvimos. De la esquina apareció un joven corriendo con unas bolsas en las manos. De fondo se escuchaban los gritos de una mujer. "¡Al ladrón! ¡Al ladrón!". Uno de los dos jóvenes que había en la plaza se apresuró a detenerlo, sujetándolo por el brazo. El ladrón perdió el equilibrio y soltó las bolsas. Todo acabó desperdigado por el suelo, incluido él. La mujer se paró antes de llegar a la esquina. El chico intentaba impedirle levantarse cuando el delincuente se giró y sacó de su bolsillo una enorme navaja. La situación empezaba a superarlos a ambos. El chaval de la plaza miraba a su amigo, instándole a que le prestase un poco de ayuda. Pero el pobre tonto estaba bloqueado por el miedo.

Recuerdo que ella me dijo "No vayas, por favor". Yo también sentí algo de miedo y me quedé mirando al pobre diablo. Nuestras miradas se cruzaron y comprendí que no era una persona violenta o peligrosa. En su cara no se reflejaba la ira o la locura. Lo que su rostro mostraba eran los ojos de la desesperación. La necesidad.

Me acerqué lentamente a él y con una serenidad pasmosa cogí la navaja de su mano. La cerré y le ayudé a levantarse. Le dije que se fuera antes de que llamásemos a la policía y el tipo se marchó con su cara de idiota hacia el campo.

Momentos después mis piernas empezaron a temblar y tuve que apretar los labios para no ponerme a llorar. Nunca más volvería a llorar delante de ella.


(Historias que le conté al cabalista).


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