3.30.2007

Los ojos de la tristeza

El verano era bastante caluroso donde vivíamos. Por suerte, y desde que éramos pequeñitos, mis padres nos mandaban, a mi hermano y a mí, a unos campamentos. En ellos pasábamos gran parte de las vacaciones hasta regresar a la ciudad. Recuerdo que el primer año me puse a llorar cuando mis padres se despedían. Pero con el tiempo empezaron a gustarme mucho. Incluso me sentía triste cuando tenía que regresar a casa. El primer año que estuve en uno de esos ni siquiera tenía la edad necesaria para entrar. Menos mal que mi hermano se hacía cargo de mí.

Y de uno de esos campamentos volvíamos. Por una carretera que ya me resultaba familiar y en un autobús lleno de niños. Algunos estaban contentos por poder ver de nuevo a sus padres. A mí, en cambio, me invadía cierta tristeza. Echaría de menos poder compartir las horas con los amigos. Cada año se repetían, pero cada año era gente nueva. Un nuevo comienzo. Ahora me planteaba que había algunos amigos que ya no volvería a ver. El ambiente en mi casa era bastante impersonal y eso ayudaba a no echarla mucho de menos. Ni a la casa ni a mis padres.


El autobús comenzó a dar ese giro tan característico que siempre hacía justo antes de la parada. Cuando se abrieron las puertas todos los niños salieron disparados hacia ellas. Yo siempre esperaba en el asiento para poder localizar luego a mi hermano y bajar con él. Una vez despejado el pasillo central me levanté, cogí mi mochila y caminé hacia la puerta, buscándolo. No estaba. Bajé a la acera y levanté la vista. Mi abuela estaba de rodillas abrazando a mi hermano. Mi abuelo vino hacia mí y con palabras entrecortadas dijo algo que aún no recuerdo. Me estaba poniendo bastante nervioso. Algo no iba bien. Empecé a dar una ojeada buscando a mis padres. En su lugar vi a mis tíos junto a un coche de la Guardia Civil. Todos tenían un gesto bastante lúgubre.


Mi abuelo empezó a hablar de nuevo. Mi hermano se giró hacia mí. Las lágrimas corrían por sus mejillas y me miraba extrañado. Yo me acerqué a él y le pregunté -¿Dónde vamos ahora? Miró a mi abuela con una expresión inquisitiva. Durante todo ese rato mi abuelo no había parado de hablar. Pero sus palabras me resultaban extrañas, desconocidas en su mayoría. Repetí la pregunta a mi hermano. -¿A dónde vamos? Él me miró y sin contener su ira gritó -¿Es que eres gilipollas? ¡Papá y mamá han muerto!

Recuerdo que le contesté algo así como "¡Qué dices!".

El día transcurrió con una sensación de desazón que sofocaba el ambiente. Estábamos en casa de mis tíos. Ni siquiera habíamos tenido que hacer las maletas. Mis abuelos y mis tíos hablaban en el salón sentados y mi hermano escuchaba de pie. Hablaban de que íbamos a vivir allí una temporada, hasta encontrar nuevos colegios en el pueblo de mis abuelos y entonces mudarnos. Todo me resultaba lejano. Como cuando escuchas la lluvia caer a través del cristal de una ventana. Me fui al cuarto de baño y me quedé mirando al espejo. Los ojos de la tristeza. Empezaba a darme cuenta de lo que había pasado.


(Historias que le conté al cabalista).

3 comentarios:

Daniel Estorach Martín dijo...

De éste capítulo no me ha gustado mucho el comportamiento de la família y menos el comentario en que el abuelo le dice gilipollas al niño.
Lo veo bastante fuerte por mucho que la família no esté muy apegada y por muy jodidos que estén.

Sigo leyendo! :)

Anónimo dijo...

Creo que es dificil plasmar el sentimiento que tiene que tener nuestro prota al perder a su familia...me gusta el titulo de esta entrada. Creo que todos alguna vez hemos tenido esos "ojos de la tristeza"

Babilonios dijo...

He tardado pero he observado el fallo de coherencia en la historia. El que contesta así al crío es su hermano. Por eso ese comentario desmedido.

Ya lo he arreglado para que se entienda. ¿Qué van a pensar los abuelos de mí?

Saludos